Me dirigía hacia casa, como todas las tardes, por la calle Colón para descubrir en la esquina el gran Parque Nicolás. Enseguida noté algo extraño, pues una muchedumbre dispersa corría en mi dirección. Mi casa se encuentra pasado el parque, y a veces los jóvenes corretean y juegan, pero a medida que me acercaba observé que todos se giraban constantemente y con temor, como si corrieran un encierro de toros. Ya en el borde del parque escuché varias detonaciones. No eran petardos ni cohetes, pues los reconozco fácilmente, era un tableteo sordo, hasta que vi a una mujer caer al suelo de cabeza, sin vida, junto a la gran fuente central, y me percaté de que los sonidos eran disparos con arma de fuego.

Me llevé por la inercia de la muchedumbre y corrí en dirección opuesta, de nuevo hacia la calle Colón. También giré el rostro como los demás y vi, durante unos pocos segundos, a un niño con una pistola automática disparando fríamente desde la entrada Norte del parque. A cada detonación se escuchaba seguido el grito de terror de las mujeres de todas las edades que corrían sin sentido por todo el parque. Era un espectáculo dantesco, donde el ambiente de pánico se podía casi palpar.

Llegado a la esquina me detuve y me retrasé para asomarme, creyéndome a salvo, para observar más detenidamente y, quién sabe, poder averiguar lo que pasaba. Entonces descubrí a un segundo niño, algo más mayor y que ya se encontraba en la zona derecha del parque, disparando a personas acurrucadas, que se cubrían la cabeza con las manos y brazos. Pero el niño con expresión asqueada les disparaba sin más, a pesar de los implorados gritos desesperados. A uno y otro lado del parque se escuchaba lo mismo: “¡No, por favor, no!”, pero las voces callaban tras las detonaciones. Una chica, tras hacerse la muerta, se levantó del suelo sin percatarse de que el primer niño asesino miraba a su compañero. Entonces la poca gente que quedaba ya en el lugar también gritó no, que no se levantase, pero de inmediato una bala le traspasó el pecho, con un disparo certero desde más de 40 metros de distancia. Un hilo de sangre le recorrió la camisa. No, no era una broma aquello, estaba sucediendo de verdad.

Pude ver más de diez cuerpos tendidos por el parque, y venían desde mi calle Cid, donde también pudieron masacrar a los viandantes. No sabía qué hacer. Fue todo tan rápido que ni se escuchaban sirenas de la policía. Los niños entendieron que en el parque habían terminado, así que se encaminaron hacia mi esquina de la calle Colón. Venían separados por muchos metros, pero se acercaban para reunirse mientras caminaban, ambos con las pistolas apuntando al suelo y dispuestos a sorprender a más inocentes.

Entonces me giré y vi un público nervioso a unas decenas de metros y que susurraban: “¿Qué pasa? ¿Viene la Policía? ¿Qué quieren esos pistoleros?”. Ni respondí. Solamente dije: “¡Corred que vienen!”, y comenzó de nuevo la carrera de una veintena de personas en dirección a la calle Blas de Lezo. La calle Colón termina en un gran edificio gubernamental de dicha calle, con un jardín público de pequeñas dimensiones que hacía la función de paseo. Antes de dicho fin, un pequeño callejón se desviaba en ángulo recto hacia la derecha, a mitad de calle Colón. En ese callejón sin salida estaban los portales de acceso a las viviendas. De modo que toda la calle estaba constituida por tiendas y locales, en cuyos zaguanes muchas personas se refugiaron.

A mitad de calle, sintiéndome algo absurdo corriendo, escuchaba las pisadas con fuerza de los corredores. Se iban girando para comprobar si nos seguían, hasta que varios de ellos gritaron aterrorizados: «¡Ya están ahí, van a disparar!». Me giré y en efecto, el niño más grande caminaba a buen paso, con la pistola apuntando al suelo y con el gesto de que iba a alzar el brazo para apuntarnos. Ya no me giré más y se me ocurrió correr en zig-zag para sortear las balas.

La salvación estaba en la calle Blas de Lezo, pero el horror máximo se apoderó de todos cuando vimos que numerosas personas corrían desde allá en nuestra dirección. Al minuto apareció una niña con coletas al otro extremo de la calle, y que venía del paseo de Blas de Lezo, disparando todo un cargador hacia los corredores. Varias personas se desplomaron al instante y me detuve en seco. Estábamos atrapados. Lo más cercano era el callejón, así que me dirigí allí rápido, y por el rabillo del ojo pude entrever que el niño del otro lado armaba su pistola y comenzaba su tiroteo sobre la multitud.

Los disparos del niño eran más pausados, quizás porque no quería herir a la niña del otro extremo de la calle. Entré en el callejón y me refugié en uno de los portales. Enseguida toqué todos los timbres para ver si alguien me abría la puerta. Mi estado nervioso llegaba al límite soportable y el terror me obligaba a apretar los dientes temblorosamente. Nadie contestaba y el niño apareció tranquilo en la esquina del callejón. Me descubrió junto a las demás personas que tuvieron la misma idea que yo. En el portal de enfrente habían dos mujeres de unos cuarenta años, con las manos cogidas, quizás familiares, con la suerte de que uno de los vecinos abrió la puerta y penetraron rápidas. Como sólo cabían dos personas en el rellano del portal, las diez o doce personas del callejón se abalanzaron para ocuparlo, en una escena terrorífica, pelearon por ocupar un sitio, gritando desesperados mientras tocaban los timbres y que abrieran de nuevo.

El niño, que no llegaba a mi hombro, sujetó la pistola con ambas manos y disparó a una chica joven que estaba sentada de cuclillas y apoyada en la pared, llorando descompuesta del miedo. Un charco de meado la rodeaba. Tras el disparo salió chorro de sangre de su cráneo. Esto sucedía a escasos diez pasos de mi posición, mientras presionaba los timbres desesperado. Escuchaba la voz de los vecinos preguntando quién era, pero estaba petrificado por el horror. El niño eligió primero a las personas que se apretujaban frente a mi, en el otro portal, y disparó cinco veces, reventando el cristal de la puerta. Ese sonido de cristales rotos unido a los disparos y gritos, la escena era para volverse loco.

Me encontraba incomprensiblemente solo en el portal. Quizás las personas que corrían conmigo pensaron que el ángulo de visión estaba más abierto y por eso intentaron refugiarse en el otro. La cuestión es que el niño se dio la vuelta y me apuntó. Me miraba sin odio, tampoco compasivamente, me miraba como si realizase un trabajo rutinario. Yo no sabía qué hacer y sólo se me ocurrió decir un absurdo: “¿Pero qué haces chico?”. Enseguida el chico apretó el gatillo, pero no salió la bala. Bajó el brazo y dejó caer la pistola. Al instante cogió el móvil que tenía en el bolsillo y tras presionar en la pantalla dijo: “Terminada munición. Recuento desde calles Cid hasta callejón de Colón. 100 puntos sin Policía”. Luego se puso a escribir y se carcajeó, posiblemente por las respuestas del chat.

Yo lo miraba petrificado. Apareció la Policía por la entrada del callejón, y uno de los uniformados nos señalaba. No podía apartar la vista del niño asesino, y le repetí lo mismo: “¿Qué coño haces chaval?”. El niño seguía chateando, esperando pacientemente la llegada de la Policía, y mirándome un corto instante dijo: “La Mode, ¿No lo conoces? La Mode, ¡el juego de rol! Mañana estaremos todos juntos en la calle para contar puntos y recoger los premios”.

Relato basado en un sueño-pesadilla  y descrito literalmente tal como sucedió.

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