Fue durante la década de los años 1970s cuando más proliferaron los estudios sobre la sexualidad en tiempos remotos y sus comparaciones (muchas veces llamativas) con la sociedad contemporánea, que se tenía como muy “liberada” y heredera del movimiento Hippy. En España coincidió con la apertura a toda la Literatura censurada durante cuatro décadas, donde también se contaban los trabajos relacionados con el sexo, de modo que pude recopilar interesantes documentos. El que más me llamó la atención fue “El Amor en los Pueblos Primitivos”, de José Repollés Aguilar, publicado en 1969, donde el investigador hace un repaso superficial a las culturas que todavía subsistían sin contacto exterior, sobre todo en el Amazonas y en las cientos de islas del Pacífico Sur, Polinesia, selvas de Indonesia, Filipinas, etc. A raíz de esta publicación, aparecieron otros trabajos que completaban en cierta manera este interesante “preludio”, así pude leer obras ya publicadas en los 70s y 80s mucho más detalladas y de variados autores, pues debemos tener en cuenta que en el 69 todavía estaba en vigor la Ley de Censura. Aun así, fue bastante valiente la publicación sobre este tema, tabú en la época.

La cultura de la Polinesia (centro y sur del Pacífico) me llamó la atención sobremanera porque, a pesar de guardar un rico y vasto repertorio de costumbres milenarias, de permanecer estancados en la Edad de Bronce, me parecieron sofisticados y muy modernos a la hora de la sexualidad. Conscientes del peligro de la endogamia, habían diseñado una organización educativa tribal muy sorprendente, donde se le daba al sexo su verdadero valor y no el que nuestra cultura, guiada tradicionalmente por el Cristianismo, nos ha legado. Fuera del Matrimonio como único concepto válido, Dios no habla de la sexualidad, Jesús, Mahoma, Buda ni profetas de ninguna religión nos han explicado nada terrenal ni divino sobre la sexualidad que nos sirva en la práctica. Posiblemente el primer “profesional” que nos habló directa y claramente sobre el tema (que transcendiese al público en general) fue Sigmund Freud hace un siglo, el padre de la Psiquiatría.

Curiosamente han sido las sociedades del Hombre y sus culturas milenarias las que marcaban las pautas a este respecto, porque la sexualidad es algo mecánico y siempre se ha separado del significado (o se ha pretendido separar) filosófico, político y romántico de las relaciones de pareja. El acto sexual es simplemente nuestra forma de reproducción, pero nos gusta complicarnos la vida. Así las sociedades “administraban” el valor de la pareja mediante un contrato matrimonial y dejaban y dejan siempre a los progenitores la educación de sus descendientes, responsabilizándolos de sus conductas. De esa manera, el Estado y la Sociedad siempre podían encontrar a un culpable por la conducta inapropiada o delictiva de uno de sus miembros, de esa manera nació la represión sexual, ya que el padre o la madre debía “atemorizar” a su prole para que no se mostrara indecorosa y excesiva, dependiendo de la época en que les tocaba vivir. Pero esta filosofía sexual que nos tiene a todo el mundo reprimidos, resulta que en algunas otras culturas fueron sustituidas por soluciones más racionales, separando de hecho el acto mecánico de la sexualidad de la política social, cargando esta vez la responsabilidad del núcleo familiar sobre el conjunto, liberándolos de una mala conciencia y, al mismo tiempo, liberarlos de represiones. Algo que intentaré resumiros en unos párrafos lo más breve posible.

En esas culturas primigenias de homo sapiens puros nacidas en África, las primeras oleadas que llegaron hasta Australia hace más de cincuenta mil años, se fueron asentando por las decenas de islas habitables que encontraban, por familias o clanes reducidos. Como su subsistencia se basaba en la recolección y la caza, explotaban una zona hasta agotar los recursos y luego cambiaban de lugar. El problema más grave de estas pequeñas comunidades era precisamente la endogamia, mucho más difícil de superar cuanto mayor territorio encontraban. Así llegaron hasta Australia, donde se esparcieron por un vasto continente, siguiendo su economía basada en la caza y recolección y teniendo que ingeniárselas para mantener siempre renovado el ADN mediante el secuestro, prisioneros de guerra, intercambios pacíficos de muchachos y muchachas con otras comunidades cercanas, matrimonios concertados, y cómo no, enamoramientos espontáneos en las redes comerciales.

Cuando llegaron a Papúa Nueva Guinea y otras islas mayores, estos hombres y mujeres habían probado prácticamente todas las combinaciones para mantener limpio de corrupciones el ADN, y no querían seguir en ese continuo nomadismo, ya que disponían de vastas selvas y recursos casi inagotables. Estas comunidades que se asentaron en muchas islas, según cuenta en su libro Repollés y otros muchos antropólogos estadounidenses y de otras nacionalidades antes y después que él, idearon una “burocratización” de la sexualidad, eligiendo un modelo de sociedad más abierto que ninguno en el mundo. Curiosamente, el trato de estos humanos con lo sexual resulta similar al de los esquimales, aunque el espacio donde se desarrollan les valió un grado de sofisticación mayor, ya que las condiciones de vida en el Ártico no da para muchas florituras culturales (aunque también tienen sus ricas costumbres al respecto).

Los poblados con una considerable cantidad de habitantes, solían edificar tres edificios de suma importancia: el centro social, donde se reunían para debatir, pudiendo ser también templo y residencia del jefe o rey, un edificio (solían ser todos de madera) para los chicos, alejado del poblado, y en dirección opuesta, también alejado del pueblo, uno para las chicas. Alrededor o cerca del edificio social se construían las viviendas, algo habitual en el general de los poblados de todo el mundo. Lo que resultó extraño a los visitantes occidentales eran esos otros dos edificios separados, que al principio no le daban sentido, pero cuando los científicos comenzaron a descubrir los detalles, se quedaron maravillados de lo práctico que podemos llegar a ser y de la verdadera felicidad alcanzada por “aquellos retrasados aborígenes”.

En estos poblados ancestrales las relaciones sexuales entre los niños eran de lo más natural. Descubrían juntos sus anatomías y practicaban niños y niñas más o menos hasta la adolescencia, hasta los 12 años de edad. Desconocían el tabú y las inhibiciones psicológicas que nosotros padecemos a este respecto, así que crecen con otro tipo de valores en cuanto a las relaciones sentimentales con las demás personas. Los padres de estos niños responden abiertamente a cualquier cuestión sexual que sus hijos propongan, así que reitero, cuando buscan una pareja o compañer@, la sexualidad no es el fin de una relación, sino un complemento “necesario” para calmar las pulsiones y para la reproducción. En muchos lugares del corazón de África se sigue “permitiendo” estos esporádicos contactos sexuales entre los niños.  Los occidentales tenemos tal caos mental producido durante nuestra infancia, que me parece hasta lógico que surjan cada día más psicópatas. Pero eso es otro tema. En muchas culturas de estas zonas apartadas podíamos encontrar a un hombre con varias esposas, pero también una mujer con varios esposos, algo inconcebible en la cultura occidental de los últimos 2000 años.

Cuando el niño y niña llegan a la edad adolescente y con posibilidades de reproducirse, entran en escena los edificios alejados del poblado. Los niños se dirigirán a un edificio y las niñas al otro opuesto. Automáticamente dejan de estar bajo la custodia de los padres para depender del poblado, consiguiendo así una total independencia, una nueva vida de aprendizaje y de estatus en la Sociedad. También aprenderán a valorar a su clan o tribu y contribuirán al progreso del grupo según sus aptitudes. Suena a utopía marxista. Curiosamente, este tipo de teorías (Comunismo, Socialismo) nacieron a finales del siglo XIX, época en que ocurrieron los primeros contactos con culturas que vivían aisladas del resto del mundo (Amazonas, África Negra, Islas del Pacífico, Australia). Aplicas la práctica de este poblado a una ciudad industrial cualquiera y obtendrás “comunismo puro”. Pero sigamos con la sexualidad pues es el tema que nos ocupa.

Las actividades desarrolladas en estos edificios se ajustaban a las labores que en el futuro los niños iban a desempeñar. En ambos lugares se aprendía Historia y a saber leer y escribir los signos sagrados. En ambos lugares se enseñaba a tejer redes para la pesca y confeccionar armas para la caza. En ambos lugares se enseñaba a preparar y cocinar los productos conseguidos de la recolección, caza pesca. A la hora de la sexualidad, se enseñaba a cada sexo según sus necesidades, así con las niñas se les educaba y preparaba para la menstruación y su importante papel para traer nueva vida al mundo, y a los niños se les preparaba para la defensa del poblado y a responsabilizarse de todos sus actos. No hacía falta una educación “especial” sobre las relaciones sexuales porque ya habían aprendido todo lo necesario durante la infancia. En esa época desarrollaron un código de señales por gestos y guiños para conocer la atracción física por alguien del pueblo, algún visitante o viajero esporádico, algo que siempre ha sido natural en nuestra especie y que se manifiesta sensualmente por las risitas de complicidad de las chicas ante un “bello” forastero.

Entender muchos comportamientos de estos poblados en una sociedad urbana como la nuestra resulta bastante complicado, pero también a la inversa, pues es en el proceso de la educación cuando se evita la violencia de género y las aberraciones de tipo sexual. La Violación es prácticamente desconocida en estos poblados ancestrales y practicar sexo con niños no tendría calificativos, pues al adulto que lo practicase no se le consideraría siquiera “ser humano” por lo irracional y absurdo de la tendencia. En cambio se observó que la Bisexualidad y Homosexualidad sigue en los poblados un porcentaje comparable a nuestra sociedad de ahora y antes, y esto significa que todo el mundo, todos los Homo Sapiens, vivimos dicha bisexualidad latente en nuestro ADN, no como una enfermedad, sino formando parte intrínseca de nosotros. Nuestros cromosomas son X e Y, es decir que a la X se le quita un “palito”, señal de que nunca se pierde por completo lo masculino ni lo femenino, quizás herencia de nuestro hermafroditismo de hace decenas de millones de años.

Cuando los niños y niñas pasan ciertos años en los edificios-escuela de su poblado, llegan a la edad adulta conscientes de sus papeles en la Sociedad. Los hombres y mujeres buscaban pareja de otros poblados en las fiestas y reuniones tribales, en los habituales contactos comerciales, siendo numerosas las veces en que los hombres viajaran no solo para traer caza y recursos al poblado, sino para traerse también una esposa. Así que resultaba muy corriente que el poblado recibiese a muchas mujeres de otras latitudes y que, a su vez, las chicas se marchasen con sus maridos. De ese modo, la sangre se renovaba continuamente incluso en lugares tan extensos como Australia. Antes de la llegada de los británicos a dicho continente, se calcula que vivían en paz más de un millón de aborígenes con el ADN de Homo Sapiens más puro del Planeta. A esta conclusión se ha llegado tras el estudio de los restos del Hombre de Mungo, aborigen australiano que vivió hace 42.000 años y que está revolucionando todas las teorías sobre las migraciones escritas sobre el Homo Sapiens hasta el día de hoy. La comparación del genoma del Hombre de Mungo con restos de aborígenes de hace 3.500 años descubiertos en las playas de Darwin (curiosamente lugares donde desembarcaron por primera vez los británicos hace menos de siglo y medio), demuestran que los aborígenes, a través de este mecanismo ancestral de relacionarse, mantuvieron siempre incorrupta su sangre evitando la endogamia.

Facilitarnos la vida sería saber todos qué está bien y qué mal. A lo largo de los milenios la costumbre y las normas han intentado poner un orden social en todos los aspectos, pero a la hora de la sexualidad solamente se ha legislado entorno al Matrimonio. La ley escrita más antigua, la del rey-legislador Hammurabi, cuya estela todavía se guarda desde hace más de 3.700 años, nos dice que para existir una violación: “si la mujer se encontraba en su propia casa ella era la culpable, siendo casada sería adúltera” y “si ella se encuentra en casa de él, éste sería culpable de secuestro y violación y debe pagar un lingote de plata o una cabra al marido”, pudiendo darse penas de hasta muerte, azotes y/o destierro según casos, casi siempre penas mucho más rigurosas para ellas desde nuestro punto de vista actual. Pero ha llovido un poco desde hace tantos milenios. Según la perspectiva, nuestra normativa al respecto ha evolucionado directamente de este Código de Hammurabi.

Hemos ido reformando y detallando lo considerado delito, pero los seres humanos siempre han ideado la forma de esquivarlo. De ese modo, el delito de Adulterio, que es el caso comentado, ha sufrido numerosas ampliaciones y especificaciones a lo largo de los siglos, convirtiéndose, como en casi todos los conceptos, solamente «entendidos» por los profesionales letrados. En fin, los delitos sexuales también han sufrido modificaciones a lo largo de los siglos. Se han considerado delito costumbres que cien años después no lo eran y viceversa, dependiendo de las modas, las religiones y costumbres (muchas veces derogadas por necesidad de repoblar tras las guerras). Un ejemplo alucinante lo podemos observar en el velo musulmán. En la década de los años 1960s, el padre de la Nación Egipcia, entonces presidente Nasser, manifestó públicamente su repulsa a la  hiyab, burka, etc por televisión en numerosas ocasiones, incluso se mofaba de tal tentativa de imposición del velo a las mujeres, al igual que numerosas repulsas públicas de otros presidentes y grandes hombres de la cultura islámica, pero vemos en la actualidad que las mujeres han “elegido” imponerlo. Y digo ellas por mi experiencia particular, pues vivo en una ciudad con miles de musulmanes cuyas mujeres, a las que le da la gana se lo pone y a la que no, lo suprime. Ni los maridos ni las familias les imponen dicho velo en España (por regla general), siendo una decisión particular de cada una. Conozco familias marroquíes, argelinas, palestinas, egipcias, sirias, tunecinas, pakistaníes, etc., y solo veo que lleven velo las mujeres más conservadoras que llevan poco tiempo en nuestro país, más o menos un 5 % de los más de 7.000 musulmanes residentes y más de 5.000 transeúntes musulmanes de Alicante. Casi todas las que desembarcan en el Ferry de Argelia se lo quitan nada más pisar tierra.

El velo no es nuevo ni es musulmán. El velo se usa como señal sensual desde hace milenios, aunque si es probable que llegase desde Oriente en los primeros contactos comerciales con los tejidos más finos y la seda, conociéndose su uso como en la actualidad para las aristócratas de Nínive del Imperio Asirio hace más de tres mil años. Comenzó siendo un distintivo de clase y sofisticación, prohibiéndose su uso a las prostitutas, curiosamente al contrario que en el siglo XX, cuando los occidentales lo relacionábamos con esta profesión y sus típicos bailes. Los velos y los pañuelos de colores nos devuelve a la costumbre en el Imperio Romano que os comenté en la primera parte. Pero no así para nuestras mujeres, pues el velo quedó como un signo de pureza, usado ya exclusivamente para las novias en su camino hacia el altar. Si en un objeto insignificante como el velo encontramos tantas contradicciones en el tiempo y en el espacio, qué no decir de otras señales sexuales, numerosas, que transcurrieron como modas en el pasado y presente. Creo que resulta hasta natural que nos equivoquemos al interpretar los deseos de las personas que las manifiestan. Un ejemplo significativo lo encontramos en el bañador femenino y el bikini y su evolución  en este último siglo, sufriendo una involución en el mundo islámico.

De forma sorprendente en Occidente surgió el “amor libre” en la década de los 1960s y principios de los 70s, movido por los hippys de Estados Unidos y luego de Europa, Canadá, Australia, contagiándose incluso a Asia y los países musulmanes que entraban en la “modernidad”. Vimos que “todos tenemos lo mismo” y no teníamos porqué esconder nuestro cuerpo, dejando los tabúes, al menos los visuales, para el pasado. Curiosamente el motivo que inició dicha corriente social, protagonizado mayormente por la juventud estadounidense, la Guerra del Vietnam, terminó y con ella terminó también dicha corriente, regresando el “oscurantismo” mucho más duro quizás que en épocas precedentes, sobre todo en los países islámicos. Bien es cierto que a partir de los años 80s nadie se escandalizaba de ver un top-les en las playas, pero las señales sexuales volvieron a complicarse: las chicas ya no veían con buenos ojos el acecho espontáneo de los chicos por la calle y lugares de reunión, ni les hacía gracia que les piropearan por la vía pública, surgió una terrible guerra de sexos que ya dura más de de dos décadas, quizás como contrapartida a la terminación de la Guerra Fría, pues la cuestión es que los seres humanos siempre estamos en un estado permanente de Guerra.

Vivimos una extraña dualidad psicológica, donde somos personas de carne y hueso, pero otros “parecidos” en nuestros perfiles virtuales de las redes sociales. Las señales actuales están dirigidas a las distintas plataformas web, nos inventamos ser lo que quisiéramos ser y no lo que somos, lanzando señales que nunca nos atreveríamos en la vida cotidiana, en nuestra vida real. Terminaremos siendo lo que nunca llegaremos a ser, un conflicto paradójico que complica todavía más la existencia del Homo Sapiens. No publicamos fotos que nos parezcan “feas”, elegimos antes de publicar las que nos parezca más favorecida nuestra imagen, y ese mero hecho “falsea” la realidad y nos idealiza. En las fotos de Instagram creemos reconocer esas señales sexuales que nos indican la «disponibilidad» de una nueva pareja, pero son señales ambiguas, pues no se sabe si son alardes egocéntricos y narcisistas o si realmente nos indican que buscan pareja.

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