No recomendado para menores de 16 años

Endo-Cesto

La convicción absoluta de que mi amor verdadero es mi hermano, no es algo que surja de una idea peregrina y decidida a la ligera. Cuando digo “amor” no es por un concepto condicionado o parcial, sino que resulta de la suma de todas las experiencias de la vida y valorando lo más importante, siendo mi hermano ese valor que superpongo a todo lo demás, incluida mi propia existencia.

No concibo mi vida sin mi hermano. Recuerdo como si fuera ayer, aquel día en que mis padres me asignaron un dormitorio propio. Sé que hasta entonces dormía en una cuna o junto a mis padres en la gran cama de matrimonio, y de repente me vi en la soledad de un inmenso espacio, frío y distante, en una cama enorme, en un ambiente carente totalmente de sonidos. Tendría entre los cuatro o cinco años de edad, y ya en esa primera noche corrí a refugiarme a la habitación de mi hermano mayor, que tiene casi tres años más que yo. Mi hermano ni siquiera se sorprendió, simplemente se dejó abrazar y besar, durmiendo inalterable hasta su hora de ir al colegio a la mañana siguiente.

Poco a poco me fui acostumbrando a mi habitación, pero de vez en cuando buscaba la compañía de mi hermano, su calidez, su olor corporal, su aliento reposado. Me encantaba acariciarle el pecho y sentir el latido de su corazón y acurrucarme a su lado, sobre todo cuando la noche era muy fría y el peso del edredón nos cubría casi por completo. Fue en ese momento cuando descubrimos ambos por primera vez la sexualidad del otro, pues entre abrazo y exploraciones, ambos nos tocamos nuestras zonas erógenas entre agitadas respiraciones y experimentamos unos besos en la mejilla más apasionados de lo acostumbrado. Siempre nos besamos a la menor ocasión, nuestro carácter era así de cariñoso, pero aquella primera vez nos besamos hasta quedarnos dormidos, abrazados.

Admiro desde siempre a mi hermano. Sobre todo cuando exhibía su mayor fortaleza y agilidad física. Los fines de semana, cuando nuestros padres salían a cenar y desaparecían casi todo el día y parte de la noche, nos acostumbramos a jugar, comer, ver la tele, siempre haciendo lo mismo los dos, o más bien, imitando todo lo que él hacía, como una mascota feliz. Algunas veces dormíamos juntos, y si era una noche fría sobre todo, se dejaba abrazar y besar. Algunas veces me despertaba con su mano en mi sexo, dentro de mi ropa interior, furtivamente, explorando cada centímetro, algo que me agradaba cada vez más, no sé si por el morbo de su secretismo, o por el mero hecho de un contacto tan placentero. Nunca decíamos nada al respecto, simplemente ocurría, como una simbiosis natural que no necesita de explicaciones. Cuando despertábamos, seguíamos la rutina de la higiene, desayunábamos y cada uno se dedicaba a sus quehaceres. Terminada la jornada solíamos jugar en dúo a la consola o mirábamos una película, hasta que cada uno se retiraba a su habitación.

Los veranos eran más entretenidos en todos los aspectos. Rezábamos todo el año para disfrutar de esos casi tres meses de ocio y diversión. La familia se desplazaba a una casita de campo y pasábamos mucho tiempo en la piscina o jugando por los bancales, en la naturaleza que nos rodeaba en general. Nuestros padres seguían saliendo los sábados y recuerdo que decidieron que mi hermano ya era lo suficiente mayor como para que nos quedáramos solos. Esos sábados eran una verdadera gozada, pues hacíamos lo que nos venía en gana. Tenía menos de diez años y mi hermano rondaba los doce. Aquel sábado caluroso, tedioso, dormimos la siesta en la habitación de los invitados por que era la más fresca de la casa. Aun así, sudamos los dos tanto, que se empapó la sábana con nuestras siluetas, a pesar de ir vestidos solamente con el bañador.

Nuestras conversaciones apenas sobrepasaban los monosílabos. Casi diez años juntos y tanta confianza y cariño, nos acostumbramos a tratarnos a insultos. Por ejemplo, si yo le seguía y preguntaba a dónde se dirigía, él me decía: “a ti qué te importa”. “Pues vete a la mierda” le decía yo con enfado, pero a los dos minutos estábamos tirando piedras a un árbol o corriendo por ver quién era más rápido de los dos. Nuestra complicidad era absoluta y pensábamos lo que el otro quería sin decirnos nada apenas.

Ese verano, cuando estaba a punto de cumplir los diez, caluroso y algo aburrido de sábado por la noche, decidimos jugar a la consola en la habitación más fresca de nuevo. Así que cenamos y luego nos tumbamos en una de las camas (había dos), para jugar a la consola una partida por equipos. Pasamos más de tres horas jugando hasta que se durmió agotado. Cuando terminé la partida retiré todos los trastos y me dormí a su lado. El calor era bochornoso, pero le acaricié el pecho y besé su mejilla. Recuerdo que ese momento fue completo. Lo quería tanto que necesitaba abrazarle. Me sentía así feliz. Su piel era suave y dura. Él ladeó su cuerpo hacia mí y aproveché para abrazarlo. A pesar del calor no rehuyó el contacto, así que me apreté contra él y exploré su cuerpo, acariciándolo, sintiéndome con la confianza suficiente como para bajarle el bañador y frotarme contra su sexo. Noté que su pene creció rápidamente contra mi abdomen y seguí frotándome como una culebra rítmicamente. Su respiración se aceleró de pronto y noté un chorrito lechoso que empapaba mi ombligo. Enseguida se separó sorprendido y saltó de la cama. Mi hermano experimentó su primer orgasmo y polución, un momento tan íntimo, que ni siquiera se atrevía a compartir conmigo. Así que salió sin decir nada y se acostó en su cama.

Después de aquella experiencia estuvo un tiempo raro, como avergonzado. Quizás se sintió debilitado ante mí, pues siempre mostró su superioridad y quizás pensó que podía usar aquel momento contra él, chantajearlo o burlarme de algún modo. Pero poco a poco volvimos a acercarnos como siempre: a pelear, a darme palmadas en el culo, algo que me encantaba. No habló de la experiencia, pero finalizando el verano me atreví a preguntarle, porque mi curiosidad se volvió hasta obsesiva todo ese tiempo.

De nuevo sería un sábado después de cenar. Estábamos tirados en el sofá solos en la casa, viendo una película bastante aburrida, un melodrama, con las cabezas en cada extremo y nuestras piernas cruzadas. Me atreví a acariciarle el sexo con mi pie, en plan de hacerle cosquillas. Él se sorprendió, quizás porque las veces que nos tocamos hasta entonces, siempre estábamos envueltos en una atmósfera íntima y morbosa de oscuridad, comenzada siempre con besos y caricias. Él me respondió del mismo modo, pero más enérgico y divertido. Le pregunté si había repetido aquel “derrame”, mientras frotaba suavemente su sexo. Notaba que volvía a crecer su pene bajo mi pie. Me confesó que daba un gusto como nunca había sentido otro igual, y que llevaba desde entonces masturbándose todos los días, a veces dos y tres veces.

“Déjame tocarte y ver cómo sucede”, le mandé abalanzándome sobre su pene. Enseguida lo agarré con fuerza, pero me paró para darme instrucciones de cómo hacerlo. Al momento soltó mi mano para que continuara sin su ayuda y se tumbó totalmente extasiado de placer. Sufrí el impulso irrefrenable de besarle esa zona que nunca besé y al poco la tenía en la boca, notando una excitación que no había experimentado hasta entonces. Luego me senté encima y froté el culo y mi sexo en un baile de lo más excitante para los dos. Me quité el bañador para notar su piel contra la mía. Tras unos pocos minutos frotándome contra su pene, noté que ambos liberamos fluidos en un más que placentero éxtasis.

Terminó el verano y volvimos a la rutina de los colegios y a las actividades típicas, cada uno con nuestras amistades, y hablándonos de vez en cuando, casi siempre insultándonos. No volvimos a acostarnos juntos en mucho tiempo. Nuestro interés sexual se vio colmado con aquella experiencia veraniega sobre el sofá. Nos queríamos con locura todavía, y charlábamos de vez en cuando largamente, para discutir mayormente, pero no se acercó tan cariñoso, como de niños, hasta transcurridos casi tres años después. En efecto, recuerdo que no había cumplido los trece, y él superaba los quince. Estaba dando un estirón que me dejaba casi una cabeza por debajo de él. Su cuerpo se llenaba de músculos y asomaba vello por lugares estratégicos. Reconozco que, si sentía un inmenso amor por él, con sus quince años se multiplicó por millones la atracción física para mí. Sentía ganas de morderle, y alguna vez lo hice, para su enfado.

Los planes de ese verano se truncaron para mi hermano, pues suspendió varias asignaturas y debía quedarse en la casa de campo con el resto de la familia. Durante los primeros días se mostró huraño y antipático. Nada más levantarse, se tiraba de cabeza a la piscina, desayunaba y desaparecía de la vista de todos. Poco a poco se fue diluyendo su enfado, y comenzó a hablarme como siempre y a proponerme planes conjuntos, ya que no tenía a nadie más con quien compartir el tiempo. Yo sí los tenía, con algunas amistades de los veranos anteriores pero, como siempre, mi hermano mayor estaba por encima de los demás.

Recuerdo que un sábado a mediodía, justo antes de que mis padres salieran de fiesta hasta la madrugada, se me quedó mirando de forma extraña en la piscina. Nunca había notado esa mirada en él, difícil de explicar, como escrutando mi cuerpo. Y me giraba de súbito, y él seguía mirándome largamente, como estudiando mis movimientos, fijamente. Para que supiese que me daba cuenta, me torsionaba hacia adelante y le mostraba el culo en señal de burla. “Estás embobado”, le gritaba para saltar de seguido sobre el agua.

Por la tarde siguió como pensativo. Hacía las cosas de forma mecánica. Ya el calor del verano se hacía notar, y los dos andábamos en bañador todo el tiempo. Después de merendar me eché boca abajo sobre el sofá para ver la tele. Un momento después vino él y debía conformarse con uno de los sofás individuales o las sillas. Pero, claro, el hermano mayor manda, así que se hizo un lado junto a mí, sobre mis piernas, y quedamos unos instantes mirando una aburrida serie, con su culo metido entre mis piernas. A los pocos minutos noté que me daba unos pequeños azotes en el culo. Él sabía que me gustaba, pero había pasado mucho tiempo desde la última vez que jugamos íntimamente.

Los azotes se convirtieron en suaves caricias. Como no le decía nada, ni me movía, él siguió trabajando la zona, probando a bajarme el bañador, besando de pronto la zona baja de la espalda, hasta que me besó las nalgas, mientras las dejaba desnudas. Me gustó tanto ese gesto que me puse a cien inmediatamente. Apoyé la mejilla en el sofá y cerré los ojos. Enseguida noté que se bajaba el bañador y, mientras lo hacía, me besaba y lamía el ano, sintiendo un estremecimiento que nunca había experimentado. Se acostó sobre mí y noté su pene erguido ocupando la raja del culo. Se movió rítmicamente hacia adelante y hacia atrás y del placer, fui abriendo las piernas poco a poco por el hundimiento del sofá. Esto me permitió estirar el brazo debajo de mi cuerpo para buscar su pene. Lo agarré y le masturbé suavemente. Medio minuto después, con una excitación incontrolable, encaré su miembro a mi agujero y me lo introduje. Sentí un dolor como punzante enseguida, y no pude reprimir un grito. Me confié, pues ese pene no era aquel pequeño miembro de hacía más de dos años, sino que era considerablemente mayor. Le pedí que fuese despacio, algo que hizo de inmediato. El dolor continuaba, y le dije que se saliese. Lo apoyó entre las nalgas y yo me acaricié el sexo para olvidar aquel ardor. A los pocos segundos le dije “otra vez”, y mi hermano volvió a penetrarme, esta vez más placenteramente, y acompañado todo de un fluido resbaladizo y pegajoso a la vez.

Retiró su pene y siguió acariciando mi cuerpo al completo. Me preguntó si me había hecho mucho daño, mientras me besaba la mejilla y los labios, y me confesó que a él le había dolido bastante al principio. Los dos habíamos sufrido dolor, pero la continuación compensó el sufrimiento. Después de cenar nos acostamos juntos y volvimos a hacernos el amor, cambiando la postura, primero él encima y luego montando yo sobre él. Pero no nos dormimos abrazados como antaño, pues sabíamos que nuestros padres podían sorprendernos. Nos separamos para dormir en camas separadas.

Ese verano resultó muy placentero para los dos. Nos encantaba estar juntos para compartir el día, y alguna noche nos atrevíamos a visitarnos furtivamente. Con el morbo de poder ser descubiertos, gozábamos doblemente. Pero, a diferencia de nuestros encuentros sexuales esporádicos infantiles, ese invierno continuamos haciendo el amor siempre que encontrábamos el momento idóneo. Tuvimos una “doble vida” que me encantó, pues todo lo envolvíamos en secretismo, con una complicidad que nunca he experimentado ni creo que lo consiga jamás con nadie. Nuestro amor era tan grande desde siempre, que no nos importaba nada más en la vida. Incluso nos planteamos fugarnos juntos, cuando fuéramos mayores de edad, y casarnos con nombres falsos, a otra región o a otro país.

Pero claro, nada es eterno, y toda esa felicidad se vio interrumpida por dos acontecimientos. Por la edad, pues mi hermano ya cursaba estudios en otro centro, y en el nuevo, conoció a la que sería su pareja durante casi una década. El otro factor fue mi cuerpo, ya que experimenté el cambio típico de la adolescencia, y mis hormonas requerían también de otras experiencias, motivadas por el contacto de nuevos amigos, acentuado todo también por el distanciamiento de mi hermano. Seguíamos enamorados, pero las circunstancias cambian también nuestros hábitos y sueños. Lo prioritario se va convirtiendo en algo pendiente, como otras cosas de la vida.

A los 22 años y mi hermano con 26 a punto de cumplir, volvimos a encontrarnos solos. Recuperamos el contacto y tomamos esa nueva etapa que comenzábamos con optimismo. Hasta esa fecha nos veíamos en las celebraciones familiares. Siempre me saludaba del mismo modo, desde pequeños: me sorprendía por detrás, me abrazaba por el abdomen y me levantaba en vilo los centímetros justos para que notara su pene en mi trasero. Era algo que sabía que me gustaba. Me besaba luego la mejilla, el cuello y los labios si nos encontrábamos solos. En este último caso, antaño solía bajarme el pantalón y hacerme el amor donde me sorprendiera. En esa última década, pasé por tres relaciones sentimentales y él con aquella pareja de Universidad, pero nada salió bien para ambos. En dicho periodo de tiempo, solamente hicimos el amor en cuatro ocasiones: tres para consolarme a mi, y una para consolarle yo a él. Era nuestra válvula de escape para los problemas. Ninguna experiencia sexual nos satisfizo con otras parejas. ¿Por qué la vida es tan complicada? ¿Por qué no se puede vivir con el que realmente quieres?

Nos contamos las penas y glorias con nuestras parejas, nuestras metas académicas y laborales, nos emborrachamos, y él volvió a casa provisionalmente, a una casa con mis padres que yo nunca abandoné más que el tiempo de cursos superiores en diversos centros. Caminábamos juntos cogidos del brazo. Nos besamos como cuando éramos niños y hacíamos planes de fin de semana. Era cuestión de tiempo el que termináramos haciendo el amor de nuevo, y así pasó tras una fiesta, una vez en casa y de madrugada. Él se sorprendió de que le obligara a ponerse protección, pero por sentido común, accedió sin protestar.

“Habíamos perdido casi diez años de vida separados”, nos confesamos abiertamente. Ya sé que somos hermanos, pero resulta una barrera franqueable cuando existe un amor verdadero, más grande que el Sol. No podemos vivir separados porque ninguna experiencia aparentemente feliz puede ser superior a nosotros como pareja. Seguimos juntos, y vivimos juntos en casa propia. Hacemos el amor casi a diario desde hace años, discutimos, peleamos, reímos y lloramos, pero no hay nada que supere nuestro amor.

Cuestiones a resolver: ¿De qué sexo son estos hermanos? ¿En qué época podemos situarnos?

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