Junto a las aceitunas y las almendras, los chochos y las pipas de girasol y de calabaza son los aperitivos más antiguos y tradicionales del ámbito Mediterráneo. Ambas de origen vegetal, y procedentes de plantas pequeñas, necesitan un proceso previo para poder consumirse, acompañándonos desde hace al menos cinco siglos, siendo el chocho o altramuz el más antiguo para nosotros, pues el de clase amarilla (la que consumimos normalmente) resulta una variedad de la Península Ibérica, con al menos 2000 años, a resultas de los primeros cultivos que los griegos probaron en estas tierras cuando establecieron sus primeras colonias.
Comenzando por el más antiguo, el chocho o altramuz, ha servido desde siempre como un añadido para el ganado eliminado previamente su amargor, pero debidamente hidratado y salado, pasó a acompañar también nuestra dieta, sobre todo entre las comidas. Como el cultivo originario se probó en las zonas cercanas a las primeras colonias griegas, se bautizó primeramente como tramús (Cataluña) o tramússol (en el Reino de Valencia), voz parecida a la etimología griega thermos. Paralelamente a la mejora de este cultivo, se le llamó lupino, que deriva de su denominación latina lupinos albis. Pero sería en tiempos de la dominación árabe cuando le dieron el aspecto actual y también el nombre altramuz, y ya en épocas más recientes se le llamó chocho en Canarias y Andalucía, y chorcho, entremozo o almorta en diversas latitudes. Así que resulta de lo más curioso que un fruto sin demasiada proliferación en el mercado reciba tantos nombres, y eso se debe a su gran antigüedad. ¿Por qué se llamaron chochos en Andalucía y Canarias a los altramuces? En el video siguiente nos lo explican perfectamente:
Existe un trabajo publicado por Carlos Azcoytia que nos cuenta una breve historia sobre esta leguminosa, y que titula “Un humilde aperitivo”, donde dice que suele acompañar a los vinitos y cervezas en los bares de Sevilla como platillo gratuito. Y yo añadiría que en muchos más bares de nuestra geografía. También nos recuerda que tras la Guerra Civil, era de los pocos alimentos que muchos podían llevarse a la boca, algo un poco difícil de imaginar en la actualidad, pero cierto. La piel se puede comer pero no es demasiado digestiva, así que también entretiene, como la protagonista que luego vendrá. Azcoytia nos dice que la primera referencia que encontró sobre el chocho data del siglo III, en un tratado de Agricultura de Florentino y posteriormente Casiano Baso. Florentino aconsejaba macerarlos durante tres días en agua de mar o de río y que cuando empezaban a endulzar, se podían guardar y dar al ganado junto a la paja. También decía que su harina, mezclada con la de trigo o cebada, resultaban “aceptables” panes.
Un alimento tan antiguo no puede estar exento de los mágicos embrujos del pasado. Florentino también dejó escrito que los altramuces molidos y aplicados sobre el ombligo expulsan las lombrices. Azcoytia nos cuenta que Galeno deja referencia de un tal Pedanio Dioscórides, un marino que vivió en el siglo I, y que decía que ya dulces y disueltos en vinagre, restituyen el apetito y moderan el hastío.
Dando un salto milenario en el tiempo, en tiempos de Ibn Buklaris, médico judío de la Zaragoza del siglo XI, insiste sobre esta misma propiedad de matar las lombrices y también añade que en Castilla se le llama basila al altramuz, anécdota que añade otra forma de denominarlos perdida. El nazarí Al-arbuli, en 1414, le da un repaso exhaustivo a las propiedades del altramuz y, curiosamente, nos repite lo que Florentino pero con un tratamiento y cuidado más detallado: “a remojo hasta que desaparezca su amargor, disminuyen su calor y su sequedad, son un buen alimento y despiertan el apetito. Machacados y disueltos en bebida matan larvas y gusanos, lombrices y tenias. Precipitan las menstruaciones y abren las bocas de las almorranas”. Si durante más 2000 años tantos sabios recomiendan su ingesta contra los gusanos, algo de cierto habrá. Según la crónica de Sancho de Paz, en expediciones por Ecuador y norte de Perú en 1582, la dieta de los españoles se complementaba con altramuces, así que también pasó a América, en ese interesante intercambio de vegetales y animales que hubo entre el Viejo y Nuevo Mundo. Como final, Azcoytia nos cuenta que desde el siglo XVIII hasta el XX, las mujeres de Posadas (en la Córdoba de España), solían tirar altramuces al ombligo de la imagen de Santiago Apóstol en la procesión del 25 de julio, pues el santo les daría novio y boda.
En ese interesante intercambio de vegetales entre América y Europa que los españoles iniciamos y que nos ha dado tantos cultivos importantes, como el del tomate y la patata, también nos llegaron girasoles y calabazas. Nos centraremos en las pipas de girasol, ya que las de calabaza siguieron un proceso similar y son menos populares en España. De hecho, la calabaza en sí tuvo gran raigambre en nuestros suelos pero no así sus semillas, que solían desecharse o se daban al ganado. Según he leído en algunas referencias, la costumbre de tostar y salar las pipas de girasol y de consumirlas, la trajeron los rusos cuando la Guerra Civil, un producto entonces muy barato ya que se cultivaron en las estepas rusas miles de hectáreas y se vendieron tras el Crack del 29, tanto para la producción de aceite y harina, como venta al por mayor de semillas para su consumo. Pero no me cuadran las fechas. En España ya había empresas que las envasaban tostadas y saladas, como la famosa Pipas Churruca (Valencia), en 1932, es decir, un lustro antes de que viniesen los rusos a traer ninguna costumbre que ya habíamos adquirido. Me cuadra más que el ingenio de los españoles, con remesas inmensas de pepitas a precio regalado, les sacaran partido procediendo como con las almendras tostadas y otros frutos secos tras el crack del 29, donde ya existían grandes cultivos en Galicia y Castilla.
Pero a falta de datos exactos y fiables, prefiero contaros las cosas ciertas y demostradas. Parece ser que la planta del girasol es originaria de Centro y Norteamérica y que ya los indígenas, cuando llegaron los españoles, producían harinas y aceites con sus semillas, pero no se habla del tostado y salado de las pepitas o, al menos, no hay constancia escrita del consumo en esa forma. Fue siempre considerada de “tercera clase”, pues no aportaba los nutrientes de otras plantas. Los españoles la difundieron por el resto del mundo desde el siglo XVI y era tratada más que nada como planta ornamental. La comercialización masiva (mundial) de las semillas de girasol se debe a los rusos que ya en el siglo XIX la cultivaba extensamente, dándole importancia desde el año 1830 a su aceite para la Industria. Según he contado anteriormente, y desde el Crack del 1929, abrieron mercado internacional con facilidad dada la precaria situación económica del momento, y vendieron la semilla barata por todo el mundo.
Me inclino a pensar (es algo personal, intuitivo pero no demostrado), que en España las pipas de girasol y la costumbre de tostarlas, salarlas y consumirlas, es muy de “castañeras”, y muy de “cine de barrio”, yendo paralelo su consumo a la aparición de las salas de cine. Esos vendedores ambulantes, aprovechaban sus braseros para “convertir” todas las semillas en frutos secos, tostaditos y apetecibles. Que no haya quedado registrado el nombre de esta persona con la ocurrencia (quien sabe si venida de Rusia, Francia o vete tú a saber), es una lástima, pero queda como costumbre 100% española y de a principios del siglo XX, justo cuando comenzaba a florecer el Séptimo Arte, los caramelos de bola, chicles y las garrapiñadas.
Las pipas saladas se comercializan con y sin piel, saladas y sin sal, y sus propiedades nutricionales son parecidas a otros frutos secos, pero con grasas más que interesantes, por eso os cuento sus valores. Con poca sal son muy interesantes para seguir distintas dietas sanas. “Las pipas de girasol son un alimento hipergraso, muy rico en minerales y con algunas vitaminas. Contienen, por cada 100 g de producto, 49,57 g de lípidos, 8,76 g de glúcidos y 22,78 g de proteínas. Tienen un porcentaje de materia seca de 92,53%, de extracto etéreo de 32,65%, de fibra cruda de 26,61%, de cenizas de 3,72% y de extracto libre de nitrógeno de 16,08%. Su valor energético por cada 100 g es de 570 kcal o 2.390 kJ. En cuanto a su composición en vitaminas y minerales (por cada 100 g de producto) destacan, por su alto contenido, el fósforo, con 705 mg; el magnesio, con 354 mg; y la vitamina E, con 4,5 mg” (wikipedia).