Cuando era pequeño coleccionaba unos cromos sobre pintores universales. Un cuadro en particular, también lo podía contemplar reproducido en un libro de texto del colegio. Se trataba de “Niños corriendo por la playa”(1908), del pintor valenciano Joaquín Sorolla (1863-1923). Los cuadros de este pintor sobre motivos marítimos me impresionaron como ningún otro: la viveza del agua, los cegadores rayos de sol, la plasticidad de los figurantes, me pareció todo de una perfección inigualada e inigualable en el mundo del Arte. Desde entonces lo considero el mejor pintor de todos los tiempos.

En aquellos años de principios de los 1970s la figura de Joaquín Sorolla estaba olvidada. Ahora sé que algunos pintores y periodistas valencianos intentaron devolverle el prestigio que merecía, y a mediados de esa década consiguieron resucitarlo artísticamente, a base de exposiciones y reconocimientos que partieron de la ciudad de Valencia. ¿Cómo es posible que este pintor universal hubiese llevado casi medio siglo en la sombra? Ni siquiera la ciudad de Nueva York, donde se maravillaron con sus obras miles de americanos durante las primeras décadas del siglo XX, se acordaban de él. Bien es cierto que perduró allí su obra y estaba más reconocido que en España, pero otras corrientes artísticas lo relegaron a un papel “romántico”, perdiendo el interés inicial.

Hasta la llegada de Internet siempre tuve a Sorolla como pintor costumbrista y de motivos concretos: la luz de sus playas, escenas rurales, fragmentos del extenso «Visión de España», etc. Cuando descubrí que este prolífico pintor desarrolló más 3.500 obras de todos los motivos, todas ellas rozando la perfección, todavía se reforzó en mi la idea de que es el más grande de todos los tiempos. Con Internet descubrí retratos sublimes que se guardan en colecciones particulares, escenas sociales, composiciones mixtas con figuras humanas y vegetales o decorados inertes, gremios trabajando, desnudos, motivos religiosos e históricos, etc, en una vasta variedad de estilos y técnicas. Pero siempre reconocible su “modo Sorolla”, por que vivió y se retroalimentó del nacimiento de la Fotografía y el Cinematógrafo, formas de reproducir la realidad que cambiarían el arte pictórico y general, cuya culminación y máximo exponente daría con el propio Sorolla.

Sorolla nació en Valencia un 27 de Febrero de 1863. Sus padres, Joaquín y María fallecerían dos años más tarde por una epidemia de cólera que afectó a gran parte del Antiguo Reino de Valencia (solamente en la ciudad, foco de entrada de la enfermedad, murieron 4027 personas). Joaquín quedó al cuidado de su tía Isabel, hermana de su madre, casada con un cerrajero de profesión, con los que se crió con gran cariño, aunque siempre los llamaría “tíos”. Ya a edad temprana su tío se percató del talento que emanaba de sus manos, y le procuró las facilidades que necesitó dentro de sus posibilidades. Ingresó en la entonces Escuela de Artesanos de Valencia, donde compartió taller con pintores como los hermanos Benlliure, José Vilar y Torres e Ignacio Pinazo. Desde principios de los 1880s comenzó a enviar obras a concursos de Pintura, en plena formación académica, pero no sería hasta 1883 cuando consiguió su primera medalla en la Exposición Regional de Valencia. Por esas fechas su maestro sería Gonzalo Salvá, y Sorolla “alucinaba” con la obra de Velázquez, de modo que se obsesionó por la pintura de estilo realista. En 2012 se encontró el cuadro “Estudio de Cristo”, de esta etapa cuando todavía no había cumplido los 20 años.

Todos los pintores en fase académica deben pasar su etapa realista, pues forma parte de su formación. Algunos enseguida se desmarcan hacia las corrientes de moda en la Pintura, y otros van “escudriñando” durante más tiempo hasta que pasan página. En Sorolla observamos que nunca pasó página del todo, a pesar de explorar en otras corrientes artísticas. La Fotografía fue un campo que influiría en sus pinturas, otro arte que, pensaban en esa época, daría por finalizada la Pintura, al menos con los pintores mediocres. Sorolla estudió y complementó sus figuras con la Fotografía, en un intento por alcanzar más perfección en el movimiento, estudió cómo lograr escenificar el mundo en un instante.

En 1884 destacó ya a nivel nacional pues consiguió la Medalla de Segunda Clase en la Exposición Nacional de Bellas Artes, con la obra “Defensa del Parque de Artillería de Monteleón”. Vemos que su realismo combina el motivo militar e histórico en una dramática escena y que Sorolla realizó expresamente “para conseguir premio”, tal y como sus cercanos y conocidos artistas le aconsejaron. El éxito se repitió en Valencia con su cuadro “El crit del pelleter”, donde consiguió billete para Roma en forma de subvención otorgada por la Diputación Provincial de Valencia. Comenzó aquí la etapa del Sorolla viajero, del pintor que ganaba en experiencia y maestría, empapándose de los grandes artistas clásicos y renacentistas. Trabajando en Roma, un año después viajó a París y conoció el Impresionismo de primera mano. Pero no sería con artistas franceses con los que Sorolla se fijó, sino con la vanguardista concepción artística de pintores como John Singer Sargent, Giovanni Boldini y Anders Zorn.

Contando 25 años de edad y estando todavía en Roma, pues le faltaba un año de pensionado, se casó en Valencia con su inseparable Clotilde García del Castillo, su musa inspiradora y gran amor hasta su fallecimiento. La pareja se mudaría a la localidad italiana de Asís hasta la finalización de sus trabajos. El también pintor y marchante Francisco Jover se encargó de vender muchas obras, en pequeño tamaño, de acuarelas con motivos costumbristas. Nativo de la localidad de Muro del Alcoy, facilitó a su amigo gran parte de los lienzos que se elaboraban en esta localidad alicantina, de gran calidad, adquiriéndolas durante toda su carrera.

En 1889 se trasladó con su mujer a Madrid. Sus trabajos comenzaron a ser muy apreciados en el Capital y, curiosamente, desarrolló allí el “luminismo valenciano”, con unas obras de lograda calidad, culminadas con el cuadro “Vuelta de la Pesca”, presentado en París en 1894, con el que obtuvo máximo reconocimiento. En dichos años pintó sobre todo temas costumbristas valencianos, destacando siempre una composición de luz y color sobrecogedora.

En 1900 llegaría su fama a ser internacional pues con el cuadro “Triste herencia” le otorgarían el Gran Prix de París, en una ciudad donde todos los mejores artistas del mundo se reunían y disputaban la vanguardia de estilos incipientes. Probablemente este hecho ya sería suficiente para “frenar” algo el espíritu artístico de Sorolla, para tomarse más tiempo en el desarrollo de sus trabajos, pero antes y después de 1900 siguió creando al mismo ritmo. Durante la última década del XIX creó varias obras que se pueden considerar “universales”, pero también creó retratos y figuras que se pueden catalogar como tales, siendo de otros estilos.

No sólo retrató a los intelectuales y artistas de la Generación del 98, como Benito Pérez Galdós, varios autorretratos, Unamuno, Altamira, Ramón y Cajal, José Echegaray, más tarde de Manuel Cossío, Giner de los Ríos, Martín Rico, María Guerrero, María Figueroa, etc, destacando de entre todos los retratos de Aureliano Beruete y a María Teresa Moret, considerados ambos grandes obras maestras de la Pintura. La mayoría de retratos los realizó siendo estos personajes amigos de la familia, retratando también a médicos, abogados y a profesionales en general, en un número abrumador. En fin, Clotilde, su mujer, protagonizó innumerables retratos y dibujos, a solas o en familia, a medida que le llegaban los hijos, algunos de ellos de insuperable calidad estética.

A Joaquín Sorolla le llovieron los encargos a partir de 1900, pero sacó tiempo para lidiar con la fama y desarrollar sus propios trabajos con nuevas técnicas y materiales. Cada verano procuraba volver a tierras valencianas, aunque no siempre conseguía pasar los meses estivales. Algunos años no pudo pasar más que algunos días. También le llegó el éxito económico y buscó la vecindad de María Guerrero, su amiga, para instalarse en el barrio de Chamberí. Se construyó una casa que ocuparía en 1905 muy cerca de ella. Luego se convertiría en su Museo. Entre tanto, viajó sobre todo a Londres y París, exponiendo hasta medio millar de obras, convirtiéndose en el pintor del momento.

En 1905, veraneando en Jávea (Alicante), pintó una serie de cuadros con desnudos infantiles y motivos de playa, donde se observa claramente una evolución vanguardista, donde se fusionan todos sus conocimientos sobre la Fotografía y el movimiento (Cinematógrafo), con las corrientes pictóricas de su época. Quizás recordaba a los intelectuales cuando decían que “la foto y los Lumiere terminarían con la Pintura”, así que supongo que trabajó para que eso no sucediese. Y vamos si lo consiguió, pues dicha serie dibujada en la playa de Jávea despertó la admiración hasta de los americanos, que se sintieron enternecidos por esas impresionantes imágenes. Durante más de un siglo, pintores de todo el mundo han emulado los cuadros de Sorolla en la playa, circulando miles de imitaciones, creando un estilo genuino, el “estilo Sorolla”.

Sorolla cruzó el charco para exponer en la ciudad de Nueva York. Si quería triunfar a nivel mundial, éste debía ser su gran objetivo. En 1909 expuso casi un millar de obras y se contaron por miles los neoyorquinos que pasaron por las salas de la Hispanic Society of America. Tuvo un éxito sin precedentes, a pesar de que la moda en Estados Unidos se encaminaba hacia otros estilos. Repitió su éxito dos años más tarde en San Luis y en Chicago. Tanto revuelo lo convenció para quedarse allá y trabajar en un macro-proyecto, algo nuevo para él y además ambicioso en tamaño y temática, y que le pasaría factura a corto plazo. En 1906 retrató a su paisano Blasco Ibáñez, en 1907 pintó un retrato genial del Rey Alfonso XIII, y dos años después, el del Presidente Howard Taft.

En 1913 comenzó a pintar en plan “gran mural” para la Hispanic Society. Debía describir España en una gran sala de exposiciones. Eso le reportó mucho dinero y también una gran responsabilidad, pues nadie había hecho eso en Estados Unidos, al menos nadie que fuese español o que trabajase en un circo, pues era típico de este tipo de espectáculos en dicha época. Pero tampoco se había hecho nunca un proyecto de tal magnitud en España, pues nada engloba pictóricamente la totalidad de España en un mismo espacio y de esa manera.

Si alguien quiere conocer la España del siglo XIX, al menos la de la mayoría de su gente, la del mundo rural y pesquero, pues componían más del 70 % de la población española, debe contemplar “Visión de España”, una instantánea rabiosa de veracidad, con las costumbres, su cultura en general, retratada con agudeza y rigor, una costumbre que ha quedado implantada en nuestras tradiciones festeras, en nuestra genética, pues nuestras fiestas reviven dicha época, convirtiendo este trabajo de Sorolla en un retrato también de la época actual, más de un siglo después. Pero quizás, sin pretenderlo, aquellas indumentarias de ganaderos montados a caballo, dirigiendo el ganado, aquellas escenas de labranza y ajetreo en el mercado, identificaba a los propios norteamericanos, que heredaron esas mismas indumentarias y costumbres, aunque los detalles, como los bailes, confieren ese carácter único español. Sin pretenderlo, el mural le otorga “pasado” a los norteamericanos, del mismo modo que un artista clásico cuando esculpe una estatua al “estilo Miguel Ángel”, nos otorga pasado greco-romano a los hispanos. Debe ser este el motivo principal, fuera de la impresionante obra en su faceta estética, la que llevó a decenas de miles de norteamericanos a visitar la sala, aunque nadie se atreve a confesarlo abiertamente.

“Visión de España” obligó a Sorolla a viajar en 1912 por la Península. De sus setenta metros de largo por tres de alto, incluye también provincias portuguesas. Se terminó y expuso al público en el año 1919. En esos siete años trabajó hasta la extenuación en el proyecto, y solamente destaca un viaje a Valencia en 1916, cuando pintó una serie de playa muy evolucionada. También en dicha época recibió numerosas condecoraciones y los reconocimientos más importantes de la época, en España, Francia, Noruega, Italia, Estados Unidos, con otros significativos en medio planeta.

Resulta más que evidente que aquel trabajo mural en Nueva York le pasó factura. Tanta presión, seguramente recibió “avisos” en forma de dolores de cabeza o migrañas. En su casa de Madrid, mientras pintaba el retrato de la Sra. de Ramón Pérez de Ayala, sufrió un ataque de hemiplejia que le paralizó medio cuerpo. Tres años después, sin poder desarrollar ninguno de sus numerosos proyectos, el 10 de Agosto de 1923, fallecería en Cercedilla, una localidad situada en la sierra de Guadarrama, no muy alejada de Madrid.

El Museo Sorolla se fundó ya en vida del pintor a principios del siglo XX, pero tras su muerte, su vasta obra fue distribuyéndose por todo el mundo, aunque en dicho museo queda una gran cantidad representativa. A día de hoy se siguen subastando obras a precios astronómicos, pero volviendo al primer párrafo de este texto: ¿Cómo es posible que Sorolla fuese olvidado por medio siglo, siendo como es el mejor pintor de todos los tiempos (al menos para mí y para miles de aficionados a la Pintura)? Normalmente la obra de un artista se revaloriza tras su muerte, pero con Sorolla el fenómeno se invirtió.

Curioso, porque en salas de subastas y ventas directas, el precio de sus obras siempre fue elevado. No estuvo comprometido políticamente, ni se observa ninguna “mano negra” detrás de su figura, pero permaneció más de 50 años en el ostracismo, y sólo los artistas lo estudiaban, reconocían y reconocen. Durante lo que llevamos de siglo, las exposiciones de Sorolla se han multiplicado por todo el territorio nacional y por Europa. En Estados Unidos también lo recuerdan a menudo y, con toda seguridad, fue el único país donde nunca se olvidó por completo su figura. Ya no tuvo ese caudal de visitantes como a principios del siglo XX, pero se le ha considerado “genio de la Pintura Universal”, y cada temporada algún museo importante expone parte de sus obras.

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